POR UNA DEMOCRACIA ANTIMANICOMIAL - ANDRÉ NADER




La alteridad es incontrolable. El otro existe. El mundo es de tod*s y no hay muro que nos libere de esta responsabilidad



*Por André Nader[1]
**Traducción libre: Franco Castignani




 Riva Lehrer - In the Yellow Woods - 2015



El dieciocho de mayo marca en Brasil el día nacional de la Lucha Antimanicomial, momento oportuno para recordar los motivos por los que decimos no al manicomio. Desde la inauguración del primer asilo en nuestro país -el Hospicio de Pedro II (1854)- se ha instaurado asimismo una lógica que buscaba resolver, de un solo golpe, todos los problemas que la locura podría traer a un individuo, a una familia y a una comunidad. Todas las complejidades de una vida: historias de la infancia, amistades y amores; compromisos, promesas, relaciones laborales, deseos para el futuro, quedaban en suspenso durante días, años, a menudo para siempre, debido a la creencia infundada de que tratar la locura significa encaminarla y encerrarla en una institución total. En estos lugares ocurrían una serie de malos tratos, negligencias, abusos de poder y muertes. Sin embargo, incluso si tal violencia no hubiera ocurrido, la mera suposición de que toda la vida puede reducirse a una sola etiqueta (enfermedad mental) y a una única solución (asilamiento) ya sería inaceptable.



Año tras año, seguimos recordando esta lucha y todo lo que ella significa, no solo como un hito sino como una advertencia de que esta confrontación aún nos resulta necesaria. No luchamos porque aún existan instituciones que encarcelan la locura, sino también, y especialmente, porque hemos visto cómo la lógica del asilo se ha extendido a varios sectores de nuestra sociedad. Para pensar esta lógica proponemos tomar el manicomio como una figura de lenguaje, una metonimia, que representa una relación contigua con una forma de pensar: una racionalidad que afirma ser capaz de resolver cualquier tipo de pregunta con respuestas rápidas, estandarizadas y simples. Así opera la figura del manicomio: ¿indisciplinad* en la escuela, en la calle o en casa? envial* al manicomio. ¿usuari* de drogas? exíliel* en el manicomio. ¿gay? rápido, al manicomio. ¿embarazad* de un hombre casado? escóndal* en el manicomio. ¿opositor* político? expatríel* al manicomio.



Siguiendo esta rítmica, el tren a Barbacena construyó su ruta siempre concurrida directo al Hospital de  Colônia[2]: solo allí murieron en el olvido más de 60.000 personas. Bajo la aparente simplicidad de la lógica se encontraba velada, invisible, la violencia que produce; su efectividad sostenida en la fabricación de un ocultamiento: las personas (convertidas en problemas y enviadas al hospicio) simplemente fueron olvidadas bajo la creencia de que estaban siendo tratadas; sin embargo, sus cuerpos fueron castigados, abandonados y violados. En Barbacena, los cadáveres de estas "personas problemáticas" no solo se ocultaron -descompuestos con ácido en el patio del hospicio- sino que también se convirtieron en una oportunidad de lucro: la venta ilegal a las facultades de medicina generó alrededor de seiscientos mil reales para las arcas de la institución. En lugar de ser eternizados en sus respectivas lápidas, como hacemos con nuestros muertos, estos cuerpos se han convertido en dinero, como solemos hacer con los objetos que producimos. Esta es otra característica de esta lógica a la que referimos: ocultar los cuerpos de aquellos que pagan por la simplicidad de la solución escogida, encubriendo asimismo los intereses individuales que subyacen a la elección de estas opciones



En resumen, por lógica manicomial nos referimos a todas aquellas soluciones simples y rápidas, impulsadas por intereses individuales, que reducen a las personas a la condición de desechos, no sin antes invisiblizarlas, de modo que tales soluciones parezcan racionales, reflexivas y de interés general. Por lo tanto, los muros creados no siempre tienen que ser concretos para que ciertos grupos de personas sean ocultados y sometidos. Aunque siempre persiste el deseo de visibilizar los muros -como en la reciente aprobación en el Senado de Brasil de una propuesta que regula y amplía las internaciones compulsivas- a lo que estamos asistiendo hoy es a la construcción de muros simbólicos, mucho más efectivos en la medida en que son menos visibles.



Nuestra actualidad ofrece una profusión de ejemplos de esta lógica: armar a la población resolvería los problemas de seguridad pública; liberar tierras para la explotación impulsaría el agronegocio; flexibilizar las relaciones laborales reduciría el desempleo; impedir discusiones sobre la sexualidad y el género garantizaría el desarrollo normal de l*s niñ*s. Aunque sin paredes de concreto, todas estas acciones aparentemente "simples" crean barreras para ciertos grupos. Se dibujan líneas que definen quiénes permanecen adentro y quiénes son expulsados al afuera. En este contexto, l*s negr*s, l*s indi*s, l*s pobr*s, l*s homosexual*s y l*s loc*s pagan con sus cuerpos para que esas soluciones apacigüen el deseo de orden y progreso de otros grupos sociales.



Hemos luchado durante décadas contra la exclusión social de la locura. Una tarea ardua y constante hacia la construcción de una sociedad sin manicomios, es decir, sin los muros de hormigón que aprisionan y esconden a l*s loc*s, y también sin los muros simbólicos que l*s exilian en sus propios hogares (incapacitad*s de circular en una sociedad que no les acepta) y en sus mentes (anestesiad*s por la prescripción abusiva de psicofármacos). En esta lucha, el tema de la locura dejó de ser un problema exclusivamente clínico (y, más específicamente, de la clínica psiquiátrica) para ser también entendido principalmente como una cuestión política, un movimiento que acompañó el proceso de redemocratización brasileña. La pregunta por la sociedad en la que deseamos vivir se ha convertido en un eje orientador, cuya respuesta ha dado lugar a distintas reflexiones, a nuevas modalidades de servicio y de prácticas de salud mental, nucleadas en el lema del movimiento: "Para una sociedad sin manicomios". En el contexto de los ataques a las políticas más progresistas en el campo de la  salud mental desde fines de 2015 -con el nombramiento del ex director del manicomio privado más grande de América Latina para el puesto de coordinador general de Salud Mental, Alcohol y otras Drogas en el Ministerio de Salud- y el inminente impeachment de Dilma Rousseff, en 2016, una nueva máxima comenzó a ser utilizada por los movimientos de lucha contra los manicomios: "Para una Democracia Antimanicomial" -otra guía interesante para responder a la pregunta sobre qué tipo de sociedad deseamos.



La elección de esta máxima no podría ser más precisa y actual. Vivimos hoy en Brasil una especie de metástasis de la lógica manicomial, que se extiende por diferentes sectores de nuestra sociedad a partir de la modernización de las técnicas de control y de sujeción de los cuerpos. Ante este escenario, es más que urgente seguir pensando qué tipo de sociedad queremos. Durante los últimos años hemos presenciado una intensificación de los procesos de exclusión, que empujan al margen a porciones cada vez más amplias de la población: en una inversión de lo que sucedió en los manicomios, quienes ahora permanecen dentro de los muros son las castas privilegiadas, empujando hacia afuera a todos aquellos considerados como resto. Contra esta lógica del condominio, que tiene por principio excluir lo que está más allá de sus muros, creando la falsa sensación de que lo que queda por dentro es universal, se vuelve necesario adjetivar el sustantivo democracia. En teoría, toda democracia debería ser antimanicomial, dado que la racionalidad manicomial es claramente totalitaria, y por lo tanto, antidemocrática. Sin embargo, vivimos en una época que ha sido drásticamente paradójica a la hora de pensar la democracia. Nuestro gobierno elegido democráticamente, bajo la apariencia de luchar contra el comunismo, ataca lo que es común, lo público, lo que debería ser de todos. Dicho de otra manera, el gobierno actual ha construido muros, ha restringido los accesos a lo público, decidiendo quién queda adentro y quién afuera: una democracia manicomial.



Como sociedad quizás hemos sido, en estos poco más de treinta y cuatro años de democracia, muy poco radicales con su significado. Este hecho nos obliga a ser redundantes al nombrar lo que queremos: una democracia antimanicomial. La democracia es mucho más que la elección directa de nuestros representantes. Significa también menos muros, menos opresiones y menos condominios, sustentada esta tesis en la idea de que hay una responsabilidad compartida de cada un* de nosotr*s hacia l*s otr*s. Es precisamente a favor de la desresponsabilización que se construyen los muros. Aquí los manicomios y la lucha contra ellos son un potente instrumento para comprender esta cuestión. Compartir responsabilidades frente a la locura no es tarea fácil. Frente a obstáculos como este, se ha decidido por la internación como única solución: un tipo de respuesta que, como ya discutimos, se rige por una lógica que oculta, excluye y, si es posible, lucra con ello; una lógica que no se responsabiliza socialmente por la locura, ocupándose solo de los intereses y efectos individuales.



Cuando hablamos de luchar contra la lógica manicomial, en lugar de proponer una solución más bien nos asignamos un desafío: ¿cómo asumir esta responsabilidad? Sería simplificar demasiado suponer que bastaría con cerrar los manicomios para así acabar con su lógica extendida en la sociedad. Este es solo un primer paso –importante, claro- pero el desafío viene luego. ¿Cómo afrontar la locura, relacionarse con ella, sostener su diferencia radical, sus crisis y sus inconstancias? Cualquier persona que trabaje en esta área sabe que en este punto nos movemos fuera del campo de las respuestas estereotipadas y nos adentramos en el campo de la invención. Ser antimanicomial no es solo estar en contra de algo sino ser capaz de habitar el mundo asumiendo responsabilidades para sí: sin la protección de muro alguno y sin ninguna garantía de que lo que funciona un día funcionará al día siguiente.



Se trata, en consecuencia, de un proceso eterno de construcción, en el cual las conquistas de un día pueden ser los peligros del siguiente. Pues bien, la democracia se compone de una indeterminación equivalente a eso, así como de una invención constante de respuestas repletas de peligro -lo que nos obliga a repensarlas constantemente. La democracia, por lo tanto, es antimanicomial. Emerge como un desafío profundizar en el significado de esta fórmula, evitando que sea degradada por el influjo de respuestas simples, rápidas y, por lo tanto, violentas. Que el 18 de mayo sirva para recordarnos la importancia de seguir adelante con esta tarea.

















[1] Psicoanalista y Mg. en Psicología por el Instituto de Psicologia de la USP. Autor del libro “O não ao manicômio: fronteiras, estratégias e perigos” (2019). Sus artículos  y textos, entre los que se encuentra “Para uma democracia antimanicomial”, pueden leerse en https://medium.com/@andrernader


[2] El Hospital Colonia de Barbacena, más conocido como el “Museo de la Locura”, fue un hospicio psiquiátrico ubicado en la ciudad de Barbacena, perteneciente a la región de Minas Gerais (Brasil). Fundado en 1903, se transformó en destino de reclusión para opositor*s políticos, exiliad*s, prostitutas, homosexuales y personas “inadecuadas”, así como epicentro, debido a las inhumanas condiciones de asilo, de un genocidio por el que se calcula fueron asesinadas unas 60.000 personas. Más del 70% de l*s asilad*s allí no había recibido diagnóstico psiquiátrico alguno. Gracias a la acción tenaz de los movimientos de antimanicomialización y a la presión internacional, el Hospital fue clausurado en forma definitiva en 1980.

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